1.
Uso del artículo
Italia y España
son países mediterráneos.
Tu sombrero es realmente
bonito, ¿dónde lo has comprado?
Sus hermanos estaban
en la montaña cuando ocurrió el accidente.
¿Tú prefieres
ir a la calle con tus amigos o quedarte en casa conmigo?
Andalucía es
la región más meridional de España.
Vosotros, los que
jugáis al fútbol, tenéis que entrenaros mucho para
estar en forma.
El chico de gafas
es un compañero nuestro de escuela y es muy simpático.
Los tíos de
Pedro son todos jovencísimos ¿tú los (les) conoces?
El gitano que cantaba
en la plaza es el mismo que vimos el otro día cerca del mercado.
Nosotros, los italianos,
somos morenos mientras vosotros, los alemanes, sois rubios.
He visto a Carmen
con el vestido que se compró ayer y estaba realmente bien; a ella
le favorece mucho el color verde.
¿Dónde está
tu amiga Isabel? Ha ido a la iglesia, vendrá más tarde.
Querría saber
dónde están los zapatos que he comprado, no los encuentro.
A Luis le gusta llevar
siempre corbata, dice que se siente más elegante.
¿A ti te gustan más
las rosas o los claveles? -Prefiero las rosas.
¿Has consultado el
diccionario de Español para saber qué significan las dos
palabras que no conocíamos?
Los que estaban aquí
han ido al cine ¿y los demás?
Todo el mundo sabe
que el azúcar es dulce y el café amargo.
Hemos comprado azúcar
para hacer la tarta; ¿quieres ayudarnos tú a hacerla o quieres
comerla solamente?
La película
que pusieron en la tele ayer era muy bonita, pero la de hoy es mejor aún.
El actor Kevin Costner
es buenísimo y sus películas son todas bonitas ¿a ti no
te gusta?
Lo que has dicho no
me parece para nada justo.
2.
Uso de la preposicion con el complemento objeto de persona
He visto a Luis con
su hermano.
¿Has visto el vestido
que estaba en el escaparate?
Hemos encontrado a
Pablo que esperaba a Pedro.
He comprado cinco
libros de un autor que no conocía.
¿Tú no conocías
a este autor? Yo había leído tres libros suyos.
Atiende a los niños
para que no se hagan daño.
El cura bendijo a
todos los fieles que asistían a la oración.
Ayer vi una obra de
Martín Recuerda, el conocido dramaturgo español.
No apruebo a Carlos
porque normalmente hace lo que quiere sin pensar en los demás.
Buscaban un mecánico
para que reparase el coche que se había parado de repente.
Si cierras la puerta
estaremos todos mejor.
¿Conoces al chico
que estaba enfrente de la escuela? El te conocía a ti; lo sé
porque dijo tu nombre cuando pasamos junto a él.
Tienes que consolar
a tu amigo; está muy triste porque no ha conseguido aprobar el
examen de español.
No contradigas a tu
madre tenga o no tenga razón; se quedaría muy apesadumbrada.
Hemos leído
el libro que Juan nos prestó; no era tan interesante como decía
él.
Han expulsado a muchos
trabajadores de la fábrica porque ya no producía como antes.
Despierta a tus hermanos,
que es hora de ir a clase y no debéis perderla.
El otro día
visitamos (a) la familia de la que te había hablado.
Este político
convence fácilmente a la gente con su oratoria.
¿Has elegido ya el
compañero con el que quieres ir a la fiesta? Si eliges a Carlos
irá encantado.
Obedece a tus padres
¿no ves que ellos quieren solo tu bien?
3.
Uso de las preposiciones
Vivo en Sevilla, pero
voy a menudo a Córdoba.
El año que
viene iré a España y pasaré un mes en Málaga.
Detrás de (Tras)
la casa había un hermoso jardín.
Entre tú y
yo no ha habido nunca problemas.
¿Querrías venir
conmigo al cine si fuese mañana?
Quiere aprender bien
a conducir el coche.
El gatito se escondió
bajo (debajo de) la mesa.
En la bandeja hay
tres vasos y una botella.
He oído en
la radio una noticia sensacional.
Delante de (Ante)
la puerta he visto al amigo de Pablo.
No hagas nada contra
él, no lo merece.
Sin vosotros no iremos
a ninguna parte.
¿Cuántos kilómetros
hay de Roma a Nápoles?
Desde la terraza se
ven los tejados de la ciudad.
¿Hacia dónde
vas? ¿Te puedo acompañar?.
Estas flores son para
una amiga mía que cumple hoy los años.
Andan siempre dando
vueltas por la ciudad en vez de estudiar.
Según yo no
podrás aprobar los exámenes si no estudias un poco más.
Voy a ver a mi abuela
porque está enferma.
Llevaremos los libros
a nuestros compañeros que nos esperan.
Tu bolso está
en (encima de) la silla ¡cógelo!.
¿Para quién
son esos caramelos? -Son para los niños.
No lo veía
porque estaba escondido detrás de (tras) la puerta.
He dejado los guantes
en el cajón y ahora tengo las manos frías.
Mañana tenemos
clase desde las dos hasta las ocho.
Este cuadro ha sido
pintado por una famosa pintora.
Haz esto por mí,
te lo ruego, no lo olvidaré nunca.
Le vi delante del
cine pero él no me reconoció.
Según ellos
siempre compraban todo para otros.
Me gusta pasear por
la ciudad por la tarde.
4.
Uso del imperativo y el condicional
Pon eso donde estaba,
mételo de nuevo en el cajón.
Haced lo que os han
dicho y no habléis más.
Si él viniese
le diría todo.
No mires así
a la gente, puedes molestar a alguien.
Hagan todos lo que
deben hacer.
Planchaos (Plancharos)
el vestido antes de salir.
Me dijo que llegaría
pronto pero aún no está aquí.
¡Vámonos! Aquí
ya no hacemos nada.
No estés perdiendo
el tiempo en lugar de trabajar.
Serían las
siete de la tarde cuando llegó la policía.
Lávate la cabeza
pronto que tenemos que salir.
Ven conmigo y te llevaré
a ver una película preciosa.
Querríamos
que ellos nos acompañasen pero nos han dicho que no.
Niños, lavaos
(lavaros) las manos antes de comer.
Si hubiesen llegado
a tiempo habríamos podido ir al concierto.
Prometieron que harían
todo ellos y no lo han hecho.
Habría sido
mejor que tú no hubieras salido aquel día.
¿Sabes cuántos
eran? No sé, serían dieciocho.
¿Cómo tengo
que decírtelo? No cojas lo que no es tuyo.
Coge la pluma y ponte
a escribir inmediatamente.
Lavémonos los
dientes y vayamos a su casa enseguida.
No creas todo lo que
te dicen, muchas cosas no son ciertas.
Sal temprano hoy,
no debes salir siempre tarde.
Había dicho
que iría allí porque creía que podía hacerlo.
Dímelo, no
te castigaré, sabes que no lo hago nunca.
¡Cogedlos! son para
vosotros.
Si él me hubiese
confesado todo, yo lo habría perdonado.
Creedme, os estoy
diciendo la verdad.
5.
Uso de ser/ estar
María es una
chica guapísima.
Paula hoy está
guapísima porque lleva un vestido nuevo que le favorece.
Esta casa es muy bonita
pero está en un sitio feo.
Si fuera verdad lo
que dices yo lo sabría.
¿Porqué estás
ahí mirando? Estudia un poco la gramática.
No sé de quién
es este cuaderno.
Eran las tres y él
no había llegado.
Nosotros somos estudiantes,
por eso estamos en el aula.
Si tú fueras
médico lo podrías curar, pero no lo eres.
Cuando estemos en
España visitaremos Sevilla.
¿Tú quién
eres? ¿Eres de aquí? No te había visto nunca.
Están todos
en casa porque llueve demasiado.
¡Lo guapa que estás
hoy! ¿qué te has hecho?.
No eran como pensabas
tú, eran buenas personas.
¿Qué hora es?
Son las cuatro menos cuarto.
Si estoy aquí
es porque soy primo de Carlos.
Ellos están
enfermos, tienen gripe.
Ya no eres joven para
hacer estas cosas.
Estarán aquí
dentro de poco y podrás hablar con ellos.
¿A cuántos
estamos? Estamos a 21 se septiembre de 1999.
No estoy seguro de
nada en este momento.
Estaba convencido
de que todo era como decía él.
No debes hacer eso
(hacer así), debes estar tranquilo.
La nieve es fría
y el sol es caliente.
No era fácil
aquella lección de Economía.
Estaban muy cansados
y se veía.
No sé si eres
de verdad la hija de mi amigo.
Estos vestidos son
verdes pero yo preferiría que fueran amarillos.
Estos chicos son inteligentes
pero son aún inmaduros.
Estamos de verdad
hartos de oir siempre las mismas cosas.
6.
Uso de algunas formas verbales
Pensaba ir con él
al cine pero me quedé en casa.
Nos pidieron que fuésemos
con ellos al bar.
El hecho de que a
ti no te guste, no quiere decir que no sea cierto.
Estábamos convencidos
de que él no quería hacerlo.
Continúa diciendo
que estudiará, pero aún no ha empezado.
Si crees que debes
salir con ellos ¿por qué no lo haces?.
Continuamente nos
decían que les acompañásemos y no entendíamos
por qué.
Si te ordena que hagas
lo que no debes hacer, dile que no.
Esperábamos
poder acompañarles en aquel viaje.
Si yo digo que hago
una cosa, la hago.
Me pides que te llame
por teléfono y no me dices cuál es tu número.
Te dirá que
vayas a su casa mañana, verás.
Me convenció
de que era mejor quedarse en casa.
Cuando os diga que
deis el dinero, no se lo deis.
Estaba seguro de que
era como ella había dicho.
Si me ordenara que
trabajase, lo haría.
Confieso que lo he
hecho mal aunque no era mi intención.
¿Os habéis
dado cuenta de esto? ¿Os habéis dado cuenta de que falta el dinero?.
No me digas que estudie
porque no veo que tú estudies ni siquiera un día.
Creo que si hubiera
pensado venir lo habría dicho.
No pienso ir a tu
casa hoy.
Ellos estaban convencidos
de que tú les querías.
Nos ha pedido que
le prestemos muchos discos.
Creo que lo he hecho
(haberlo hecho) bastante bien.
¿Por qué no
confiesas que has sido tú?.
Me pide siempre que
le regale flores.
No pienses que si
me dices que te lo dé, te lo voy a dar.
7.
Aleja el pensamiento incongruente de la cabeza, levanta la mirada al techo
empavesado con salchichones que cuelgan de guirnaldas navideñas
como los frutos de las ramas del país de Jauja.En todo el entorno,
en los fruteros de mármol, la abundancia triunfa en las formas
elaboradas de la civilización y del arte. En las lonchas de paté
de caza las carreras y los vuelos de la campiña se fijan para siempre
y se subliman en un tapiz de sabores. Las galantinas de faisán
se extienden en cilindros gris rosáceo coronados, para autenticar
el propio origen, por dos patas de pájaros como garras que sobresalen
de un blasón heráldico o de un mueble renacentista.
A través de
los involucros de gelatina se destacan los gruesos lunares de trufa negra
puestos en fila como botones en una chaqueta de Pierrot, como notas de
una partitura, cubriendo los róseos abigarrados parterres de los
patés de foie gras, de las sobrasadas, de las terrines,
las galantinas, los abanicos de salmón, los fondos de alcachofa
guarnecidos como trofeos. El motivo conductor de los discos de trufa unifica
la variedad de las sustancias como un negrear de vestidos de noche en
un baile de disfraces, y marca el traje de fiesta de los alimentos
8.
Cuando Pin se despierta ve los retazos de cielo entre las ramas del
bosque, tan claros que casi hace daño mirarlos. Es de día,
un día sereno y libre con cantos de pájaros.
El hombrote está
ya de pie junto a él y enrolla el capote que le ha quitado de encima.
-Vamos, venga, que
es de día,- dice. Han caminado casi toda la noche. Han subido por
olivares, luego por terrenos abruptos, luego por oscuros bosques de pinos.
Han visto búhos, también; pero Pin no ha tenido miedo porque
el hombrote del gorro de lana le ha llevado siempre de la mano.
-Tú te caes
de sueño, chiquillo mío, -le decía el hombrote tirando
de él- ¿no querrás, por casualidad, que te lleve en brazos?
Efectivamente, le
costaba tener los ojos abiertos, y encantado se habría dejado caer
en el mar de helechos del bosque bajo, hasta ser sumergido en él.
Era casi por la mañana cuando los dos han llegado al claro de una
leñera y el hombrote ha dicho: -Aquí podemos hacer un alto.
Pin se ha echado
en el terreno fuliginoso y como en un sueño ha visto al hombrote
taparlo con su capote, luego ir y venir con unos leños, romperlos,
y encender el fuego.
Ahora es de día
y el hombrote está meando sobre las cenizas apagadas; también
Pin se levanta y se pone a mear cerca de él. Mientras, mira al
hombre a la cara: aún no lo ha visto bien a la luz. A medida que
las sombras se despejan en el bosque y en los ojos todavía pegados
por el sueño, Pin continuará descubriendo en él algún
detalle nuevo: es más joven de lo que parecía y también
de proporciones más normales; tiene bigote rojizo y ojos azules,
y un aspecto de máscara por esa gran boca mellada y esa nariz aplastada
en la cara.
9.
Habíamos comprado dos velas, encendí las dos. Te habías
sentado en el borde de la cama.
"Te meto en líos
" dijiste. De nuevo estabas seguro de ti y parecías contento. La
expresión de tu rostro se había endulzado y se había
vuelto casi infantil; hablabas con el tono de un niño que ha salido
ganando.
"Sabes qué
piensa de mí papá" dije. "Dirá que he sido yo quien
te ha convencido para que no vuelvas"
"Le he dejado escrito
que volveré solo cuando haya encontrado una nueva habitación"
Nuestras sombras
llenaban las paredes; la habitación tenía la bóveda
más bien alta y por eso parecía más escuálida
y vacía. Bajo el ventanuco estaba la caja con los chismes de la
familia que la abuela había querido confiarme. En la mesa, algunos
libros, entre los cuales un grueso volumen del Ochocientos donde estaban
recogidas todas las obras de De Musset, en lengua original.
Cogiste en la mano
el De Musset, apoyándolo en las rodillas para abrirlo.
"¿Conoces el francés?"
"Intento aprenderlo
leyéndolo", contesté
"¿Sin la gramática?"
"Tengo un pequeño
diccionario". Lo cogí de la parte opuesta de la mesa y te lo enseñé
"Yo uso la gramática
de Fiorentino, te la podría prestar"
"¿Tú por dónde
vas?"
"Me suspendieron
precisamente en francés el año pasado"
10.
Observándolo, comprendía que Berardo estaba dispuesto
a todo, con tal de llegar. Ningún escrúpulo lo detendría.
El no habría dudado en tirarme por la ventanilla, si hubiese pensado
que esto podía serle útil. Mirando sus mandíbulas,
me daba miedo. "Si tiene hambre, me comerá", pensaba.
A través de
la ventanilla se veían pasar rápidamente montañas,
prados, casas, huertos, jardines, campos, arroyos, cercados, caballos,
vacas, ovejas, pueblos, y luego de nuevo tierras, tierras, tierras.
"¡Cuántas
tierras!" murmuraba Berardo entre dientes.
De repente nos dimos
cuenta de que dos carabineros habían entrado en nuestro vagón
y estaban interrogando a cada viajero.
"¿Dónde vais?"
nos preguntaron con arrogancia también a nosotros.
"Peregrinación"
contestó Berardo y entregó una carta de Don Abbacchio con
el sello de la parroquia.
"Buen viaje" nos
desearon los carabineros.
Berardo sonrió.
Antes de bajar en
la estación de Roma, Berardo se apretó los cordones de los
zapatos y se escupió las palmas de las manos, como quien está
listo para abatir cualquier obstáculo.
En Roma nos alojamos
en la Posada del Buen Ladrón, que había sido recomendada
a Berardo por el viajero que habíamos encontrado en el gabinete
de Don Circostanza. En la puerta de la Posada había un cartel que
representaba las tres cruces del Calvario. Por esto se podía pensar
que el nombre de la posada se refería al famoso ladrón que
fue crucificado a la derecha de Cristo y antes de expirar reconoció
su divinidad y en compensación recibió la promesa: "Hoy
estarás conmigo en el Paraíso"
11.
"En cuanto esté en condiciones de viajar, me iré al extranjero"
dijo Don Paolo a Bianchina. "Ya no puedo vivir en este odioso país"
"Búscame un
sitio e iré yo también" dijo la muchacha.
La idea de volver
a encontrarse con Bianchina en el extranjero divertía a Don Paolo.
"Si vienes al extranjero"
dijo "te contaré un secreto que te hará reir"
"¿No podrías
contármelo enseguida?"
Pero Don Paolo no
se dejó convencer.
Berenice cuidaba
al cura según las prescripciones del médico municipal de
Fossa. El había aconsejado de manera particular distraer al enfermo
de los pensamientos melancólicos. Y de esto se había encargado
concienzudamente Bianchina. Se veía que, tratándose de un
enfermo, la muchacha se encontraba un poco apurada en la elección
de los medios. A toda una serie de jueguecillos y bromas, que de seguro
habrían divertido a Don Paolo, pero en detrimento de su salud,
tuvo que renunciar.
Pero siendo una muchacha
llena de recursos, desenterró de los recuerdos de colegio pasatiempos
inocuos que lo distraían de su humor negro, como, por ejemplo,
la carrera de moscas. En el colegio la carrera de moscas se practicaba
sobre todo en las horas de clase.
12.
Una noche, habiéndose levantado para ir a beber, mientras cruzaba
el pasillo, Madame se había tropezado con Fabricio, parado allí
delante, que le había sonreído y le había dicho,
estaba en bata: "Hace calor esta noche, ¿verdad? Este verano no se decide
a morir..." y entonces había asentido, fingiendo creer que él
estaba allí para respirar un soplo de aire fresco, a pesar de que
habría habido que preguntarle cómo podía hacerse
la ilusión de tomar el aire en aquel pasillo completamente cerrado
y sin vanos: pero ¿para qué humillarlo hasta ese punto? y por eso
había preferido mentir y unirse a él en un banal, genérico
comentario sobre el tiempo y apretar el paso hacia la escalera y bajar
a la cocina para liberarlo de su presencia, pero sabiendo bien que él
la seguía con la mirada y posiblemente se había sonrojado
sin pudor, ahora que ella le daba la espalda, precisamente debido a aquella
piadosa mentira en la que ambos habían fingido creer (así
que, en definitiva, secundándolo en ese ceder, lo había
humillado aún más; y, luego, en la cocina, mientras se demoraba
bebiendo, había tenido la impresión de que Fabricio intentaba
girar el picaporte de la puerta, que se le resistía, suplicando:
" Te lo ruego, Valeria, déjame entrar antes de que vuelva a subir...
no me hagas quedar mal" y entonces se había quedado más
de lo debido, adrede para no encontrárselo otra vez en el pasillo,
y efectivamente no lo había encontrado allí a la vuelta,
pero podría ser que él no hubiese entrado en la habitación
y que se hubiera escondido en algún otro cuarto precisamente para
no dejarse sorprender cuando hubiera subido de nuevo.
13.
Después de algunas semanas, habían recogido alguna información.
Durante el corte de pelo y el afeitado, Frisella acostumbraba a silbar
arias de ópera: a veces, escuchando la enorme radio ovalada que
trasmitía discos desde Roma. Ahora, la radio estaba siempre encendida
cuando se servía al brigada, y siempre, antes o después,
el barbero se inclinaba hacia él para susurrarle algo. Para alguien
no receloso, esto podía parecer pura y simple deferencia hacia
un cliente, pero un día a un espía de Pisciotta le saltó
a la vista un billete que sacó del bolsillo el brigada para pagar.
El billete estaba doblado y Frisella lo metió en el bolsillo del
reloj, bajo la bata blanca. Cuando el espía y un compadre le obligaron
a mostrarlo, vieron que se trataba de un billete de diez mil liras. Frisella
juró que aquello era el saldo de meses de afeitados y los espías
fingieron creerle.
Vuelto al campo,
en las montañas, Pisciotta expuso todo a Giuliano en presencia
de Terranova, Passatempo y Silvestro. Giuliano caminó hasta el
borde de la roca que dominaba Montelepre y se quedó, atento, mirando
hacia abajo.
Mastro Frisella,
el barbero, había formado parte del pueblo desde que él
podía recordar. De niño había ido a su barbería
para cortarse el pelo para la confirmación y había recibido
de él como regalo una moneda de plata. De él, que le había
gastado bromas por la calle y que siempre se había interesado por
la salud de sus padres, conocía también a la mujer y al
hijo.
14.
Cuanto más tiempo pasaba, los músicos quedaban más
cristalizados en los gestos -los arcos sobre los violines, las trompetas
en la boca- como cristalizada por la malquerencia de los hombres, era
la naturaleza que inspiraba su forzada ausencia de sonidos. Los amarillos,
los morados, los azules se marchitaron en las figuras, con el gradual
apagarse de los efectos luminosos. Y despuntó el negro neutro sin
misterio, en que precipitaría la tierra.
El silencio del concierto
surtió un mágico efecto: se difundió por la ciudad
y la espantó. Incluso la Grande Giò, por la noche, tuvo
una pesadilla. Despertándose de sobresalto, rogó al Piccolo
Giò que le cantara una romanza, pero el pájaro siguió
callado.
En los días
siguientes, también quien se había reído de aquella
huelga, fue cogido por una extraña infelicidad; se dio cuenta de
lo pronto que se seca un jardín donde normalmente se lleva a jugar
a los niños y se está sentado en un banco gozándose
el solecillo que se filtra en los pensamientos. Y se comprendió
lo triste que es conocer, una noche, a la mujer esperada y soñada
largo tiempo sin poder mandarle, a la mañana siguiente, ni siquiera
un ramo de flores, porque la persiana de la floristería está
bajada.
Se añadió
que Zibì concedió su primera entrevista en el escondite
inaccesible solo a las fuerzas del orden. El insistía en que la
cifra con nueve ceros, pedida por la devolución de las reliquias,
la quería pagada en flores. Impresionaron su propiedad de lenguaje,
lo imprevisto de las citas y el tono despreocupado de las respuestas:
"¿Usted tiene confianza
en las Autoridades con las que está tratando?"
"La tengo"
"Eso es sorprendente"
"Sería sorprendente
si se la prestara, esta confianza. Estoy seguro de que no me la devolverían"
15.
"En el mundo ocurren ciertamente muchas cosas nuevas. Pero ¿por qué
pensáis que la culpa es del Abad?"
"Porque ha puesto
la biblioteca en las manos de los extranjeros y lleva la abadía
como una ciudadela erigida en defensa de la biblioteca. Una abadía
benedictina en esta comarca italiana tendría que ser un lugar donde
los italianos deciden cosas italianas. ¿Qué hacen los italianos,
hoy que ni siquiera tienen ya un papa? Comercian, y fabrican, y son más
ricos que el rey de Francia. Y entonces, hagamos lo mismo también
nosotros, si sabemos hacer hermosos libros, fabriquémoslos para
las universidades, y ocupémonos de lo que ocurre en el sur, en
el valle, no digo del emperador, con todo el respeto hacia vuestra misión,
hermano Guillermo, sino de lo que hacen los boloñeses o los florentinos.
Podríamos controlar desde aquí el paso de los peregrinos
y de los comerciantes, que van desde Italia a la Provenza y viceversa.
Abramos la biblioteca a textos en romance, y vendrán también
aquí los que no escriben ya en latín. Y, sin embargo, estamos
controlados por un grupo de extranjeros que siguen llevando la biblioteca
como si en Cluny fuera aún abad el buen Odilón..."
"Pero el Abad es
italiano", dijo Guillermo.
"El Abad aquí
no cuenta para nada", dijo siempre riendo sarcásticamente Aymaro.
"En el lugar de la cabeza tiene un armario de la biblioteca. Está
carcomido. Para hacer rabiar al papa deja que invadan la abadía
frailecillos...digo los herejes, hermano, los tránsfugos de vuestra
orden santísima... y para agradar al emperador llama aquí
a monjes de todos los monasterios del norte, como si entre nosotros no
tuviéramos buenos copistas, y hombres que saben el griego y el
árabe, y no habría en Pisa o en Florencia hijos de comerciantes,
ricos y generosos, que entrarían encantados en la orden, si la
orden ofreciese la posibilidad de incrementar la potencia y el prestigio
de los padres. Pero aquí, la indulgencia hacia las cosas del siglo
se reconoce solo cuando se trata de permitir a los alemanes que... oh,
Buen Señor, fulminad mi lengua que estoy a punto de decir cosas
poco convenientes!"
"¿En la abadía
ocurren cosas poco convenientes?", preguntó distraídamente
Guillermo, echándose otro poco de leche.
"También el
monje es un hombre", sentenció Aymaro. Luego añadió:
"Pero aquí son menos hombres que en otras partes. Y lo que he dicho
quede claro que no lo he dicho"
"Muy interesante",
dijo Guillermo. "¿Y estas son opiniones vuestras o de muchos que piensan
como vos?"
16.
En cuanto a mi suegra, nos disuadía de cambiar de casa porque,
en el piso alquilado en el que ahora vivíamos, había suelos
amarillos, los cuales, decía ella, emanan una luz que favorece
a la cara; y nos aconsejaba, si queríamos realmente comprar una
casa, que convenciésemos al propietario para que nos vendiera aquella:
lo cual era, como habíamos intentado explicarle otras veces, irrealizable,
porque ni el propietario deseaba vendérnosla, ni nosotros, por
varios motivos, deseábamos comprarla.
Por tanto hubo dos
períodos en la búsqueda: uno en que yo busqué sola,
con fervor pero al mismo tiempo con timidez y desconfianza, porque el
recelo y la desconfianza de mi marido se me habían contagiado a
mí: y porque siempre tengo necesidad, en mis iniciativas de naturaleza
práctica, de que me acompañe el consentimiento de otra persona.
Luego hubo un segundo período, en el cual mi marido buscó
casa conmigo. Cuando él empezó a buscar casa conmigo, descubrí
que la casa que él quería no se parecía en nada a
la que quería yo. Descubrí que él, como yo, deseaba
una casa parecida a aquella en la que había transcurrido su propia
infancia. Como nuestras infancias no se parecían, la diferencia
entre nosotros era insanable. Yo deseaba, como he dicho, una casa con
jardín: una casa en el piso bajo, quizá un poco oscura,
con verde alrededor, enredadera, árboles; a él, habiendo
pasado su infancia parte en la calle de las Serpientes y parte en los
Prados, le atraían casas situadas en una de estas dos zonas. De
los árboles o de lo verde le daba igual. Quería ver, desde
las ventanas, tejados: murallas antiguas, desconchadas, roídas
por el tiempo, ropa remendada ondeando entre húmedads callejas,
tejas musgosas, canales oxidados, chimeneas, campanarios. Así empezamos
a reñir: porque él descartaba todas las casas que a mí
me gustaban, pensando que costaban demasiado, o que tenían algún
defecto: y, como también él se había puesto a mirar
los anuncios, subrayaba con el lápiz solamente las casas que estaban
en el centro de Roma. Venía conmigo a ver las casas por las que
yo me interesaba, pero su rostro era, aún antes de que subiéramos
las escaleras, tan cerrado, su silencio tan encolerizado y despreciativo
que yo sentía que inducirlo a mirarse alrededor con ojos humanos,
a intercambiar alguna palabra cortés con el portero o con el propietario
que nos precedían abriendo las ventanas, era una empresa imposible.
Le dije entonces lo odioso que me resultaba su modo de tratar a aquellos
pobres porteros, o a aquellos pobres propietarios, los cuales no tenían
ninguna culpa si a él no le gustaban sus casas; y después
de esta observación mía se volvió con los porteros
y con los propietarios amabilísimo, ceremonioso, casi servil: manifestaba
un profundo interés por el piso, metía la nariz en los armarios
empotrados, incluso decía qué trabajos sería útil
hacer: y yo las primeras veces me dejé engañar, me ilusioné
con que quizá la casa que estábamos viendo le gustase un
poco; pero no tardé en comprender que aquel amable comportamiento
suyo era irónico hacia mí, y que la idea de coger una casa
semejante ni siquiera lo rozaba.
Recuerdo con extremada
precisión la escualidez de ciertas casas que me interesaban a mí:
ciertas casas en Monteverdevecchio, amarillentas, ruinosas, en un estado
de profundo abandono: jardincillos húmedos, largos pasillos oscuros,
lámparas de hierro batido con una luz floja, saloncitos con los
cristales coloreados donde había viejecitas sentadas al brasero;
cocinas con olor a tubería.
17.
Nada ha acontecido. Estoy en casa desde hace seis meses, y la guerra sigue.
Es más, ahora que el tiempo se consuma, en los enormes frentes
los ejércitos han vuelto a atrincherarse, y pasará otro
invierno, volveremos a ver la nieve, haremos un corro alrededor del fuego
escuchando la radio. Aquí sobre las calles y en las viñas
el lodo de noviembre empieza a parar a las compañías; este
invierno, todo el mundo lo dice, nadie tendrá ganas de combatir,
será ya duro estar en el mundo y esperarse la muerte en primavera.
Si luego, como dicen, cae mucha nieve, caerá también la
del año pasado y tapará puertas y ventanas, habrá
que pensar que no deshelará nunca más. Hemos tenido muertos
también aquí. Fuera de esto y de las alarmas y de las incómodas
fugas a los barrancos detrás de las fincas (mi hermana o mi madre
que se precipitan a despertarme, con los pantalones y los zapatos agarrados
de cualquier manera, carrera en cuclillas a través de la viña,
y la espera, la espera humillante), fuera del fastidio y la vergüenza,
no acontece nada. En los montículos, en el puente de hierro, durante
septiembre no ha pasado día sin disparos -disparos aislados, como
en otros tiempos durante la temporada de caza, o rosarios de ráfagas.
Ahora van siendo menos frecuentes. Esta es realmente la vida de los bosques
como se sueña de chicos. Y a veces pienso que solo la inconsciencia
de los chicos, una auténtica, no fingida inconsciencia, puede consentir
ver lo que acontece y no darse golpes de pecho. Por lo demás los
héroes de estos valles son todos chicos, tienen la mirada clara
y firme de los chicos. Y si no fuera porque la guerra nos la hemos criado
en el corazón nosotros -nosotros que ya no somos jóvenes,
nosotros que hemos dicho "Que venga pues, si tiene que venir"- también
la guerra, parecería una cosa limpia. Por lo demás quién
sabe. Esta guerra nos quema las casas. Nos siembra de muertos fusilados
plazas y calles. Nos caza como a liebres de refugio en refugio. Acabará
por obligarnos a combatir también a nosotros, para arrancarnos
un consenso activo.
18.
Normalmente, quien se evade de una cárcel lo hace con la complicidad
de alguien que está fuera, por ejemplo, de una persona que lo espera
con el coche y lo ayuda a proseguir la fuga. Pero tu sospecha, unida al
gusto por el juego imposible, había descartado esta solución
y prohibido a Morakis que buscara ayuda. Nadie tenía que saber
que escaparías con él, todo tenía que ser confiado
a la suerte y a tu iniciativa así es que en la calle no había
un alma. "¿Y ahora?" preguntó Morakis. "Ahora se coge el autobús"
"¿El autobús!?" "Sí, el autobús: como corresponde
a dos cabos en día de permiso." El autobús estaba llegando,
subiste junto a Morakis, y no hizo falta mucho para entender que había
sido un error: con el uniforme tan roto y mal apañado, pareciáis
todo menos dos cabos en un día de permiso. El cobrador os miraba
perplejo: "¿Una riña?" "Eh, sí. Un bribón se había
permitido insultar al ejército". "¿Vais a la ciudad?" "No, nos
bajamos en la próxima parada." Bajasteis. Morakis parecía
cada vez más inquieto. "¿Y ahora?" "Ahora se coge un taxi" Pasó
también el taxi. Os llevó algunos kilómetros porque
trabajaba solo en la zona de Boiati. Después heos aquí de
nuevo a pie, protegidos por la oscuridad y nada más. "¿Y ahora?"
"Ahora me quito el uniforme" Te escondiste detrás de un árbol,
cogiste la ropa que habías metido en la bolsa de Morakis, te cambiaste
con un suspiro de alivio: de tal manera se perderían las huellas
de dos cabos de uniforme. "¿Y ahora?" "Ahora buscamos un segundo taxi,
y luego un tercero hasta Atenas" El tercer taxi os llevó hasta
la ciudad a media noche, y fue en este momento cuando emergió la
fragilidad desconcertante de un plan confiado a la suerte: esconderse
¿dónde? Durante los preparativos Morakis te lo había preguntado
varias veces: "Después ¿dónde irás? Yo puedo refugiarme
en casa de una chica, un pariente, pero ¿tú? Tu familia está
vigilada, tus compañeros están en la cárcel. ¿Cómo
te arreglarás?" Y tú le habías contestado siempre:
"No te preocupes, mil casas están dispuestas a hospedarme"
19.
Pero por qué Madame le contaba todo esto no conseguía entenderlo.
Quién sabe si había sido ella la que dejó al marido
o si había sido el marido quien la abandonó: hablaba, hablaba,
le gustaba solo hablar de los demás y ella había sido una
estúpida confiándole toda su historia con Vitorio, cómo
le había conocido y cómo se habían enamorado y cómo
había ido a vivir con él, pero de este marido mientras tanto,
Monsier Grelier, ella no sabía nada, por ejemplo, ni siquiera si
era rubio o moreno, grueso o delgado, bajo o alto: ¿qué era? ¿agente
de seguros? ¿ferroviario? Quizá había sido él el
que la había dejado, la había dejado simplemente porque
en un cierto momento se había cansado de estar oyéndola,
de oírla hablar y ver que no acababa nunca y que entre los labios
le nacía aquel coágulo de saliva blanco, mucilaginoso, un
poco manchado de rojo, que parecía la imagen misma de su incomparable
locuacidad... La fijaba encantada, desconcertada. Sí, había
ocurrido también otra vez, seguía contando Madame, había
ocurrido pocos meses atrás. Ella no conseguía dormir por
el fuerte calor, esta vez sí que hacía calor y no se movía
ni una hoja en el jardín, y también aquella estenuada inmovilidad
contribuía a hacer más profundo el silencio y de repente
había tenido la sensación de oir pasos en el pasillo del
primer piso y había bajado a controlar: se trataba de nuevo de
Fabricio que pedía entrar en el dormitorio matrimonial, solo que
ahora debía de haber oído acercarse a alguien y había
tenido tiempo de meterse en la habitación contigua, pero ella,
Madame, igualmente había conseguido verlo y ella, Lavinia, sonrió
y asintió segura de que Madame se había levantado a posta
para sorprenderlo movida por la curiosidad o por aquella oscura inconfesada
perversidad de hacerle ver que alguien conocía -vigilaba- esta
secreta humillación.
20.
El tren se paró bruscamente con un chirrido de ruedas y resoplidos
de vapor. La ventanilla de un departamento se bajó y aparecieron
las cabezas de cinco chicas. Algunas tenían el pelo oxigenado,
con tirabuzones sobre los hombros y ricitos sobre la frente. Empezaron
a reírse y a parlotear, llamando "¡Elsa, Elsa!" Una pelirroja vistosa,
con un adorno verde en el pelo, gritó a las otras: "¡Aquí
está!" y se asomó exageradamente a la ventanilla haciendo
amplios gestos de saludo. Elsa alargó el paso y se puso junto al
vagón tocando las manos festivas que se tendían hacia ella.
"¡Corinna!" exclamó volviéndose hacia la pelirroja vistosa,
"¿qué te has hecho?"
"Dice Javier que
gusto así", se rió Corinna guiñando un ojo y gesticulando
con la cabeza hacia el interior del departamento. "Sube, rápido,
no querrás quedarte en este lugar," dijo con una voz de falsete.
Luego lanzó un pequeño grito: "Oh, chicas, hay un Rodolfo
Valentino!"
Todas las chicas
se asomaron y comenzaron a agitar las manos para llamar la atención
del hombre indicado por Corinna. Eddie se vio obligado a salir de detrás
del cartel de los horarios en el andén y vino hacia adelante despacio,
con el sombrero sobre los ojos. En aquel mismo momento dos soldados alemanes
entraron en la estación por la cancela del fondo y se dirigieron
hacia la sala del jefe de estación. Después de pocos segundos
el jefe de estación salió con la banderita roja y fue hacia
la locomotora con un paso ligero que subrayaba la torpeza de su cuerpo
regordete. Los dos soldados se habían plantado frente a la cabina
de los mandos como si tuvieran que hacerle la guardia a algo. Las chicas
habían enmudecido y seguían la escena con preocupación.
Elsa puso la maleta en el suelo y miró a Eddie con aire desolado.
El le hizo señas de proseguir y se sentó en un banco bajo
un cartel publicitario de la riviera, sacó del bolsillo
el periódico y hundió la cara en él.
Corinna había
seguido la escena y pareció haber entendido todo. "Ven, querida,"
gritó, ¿te quieres decidir a subir?" Con la mano dijo un frívolo
"ciao" a los dos soldados que la miraban y mostró una sonrisa deslumbrante.
Mientras, el jefe de estación estaba volviendo con la banderita
enrollada bajo el brazo y Corinna le preguntó qué estaba
sucediendo.
"Quien lo entienda
es bien listo," respondió el hombrecito encogiéndose de
hombros, "parece que tenemos que esperar un cuarto de hora, pero el porqué
no lo sé, son las órdenes".
"Oh, pero entonces
podemos bajar a desentumecernos las piernas, ¿verdad chicas?", dijo como
piando Corinna tan contenta; y en un momento se precipitó del tren
seguida por las demás. "Tú sube", musitó pasando
junto a Elsa, "nos ocupamos nosotras de distraerles".
El grupo se dirigió
hacia la parte opuesta a aquella en que se encontraba Eddie, pasando delante
de los soldados. "¿Pero en esta estación no hay un sitio para descansar?"
se preguntaba en voz alta Corinna mirándose alrededor. Era estupenda
en llamar la atención, movía las caderas ostentosamente
y mecía el bolsito que se había descolgado del hombro. Llevaba
un vestido de flores muy adherente y unas sandalias con la suela de corcho.
"¡El mar!", "chicas, mirad qué mar, decidme si no es divino!".
Se apoyó teatralmente en la primera farola y se llevó una
mano a la boca haciendo un gesto infantil. "Si tuviese el bañador
desafiaría al otoño", dijo moviendo la cabeza mientras una
cascada de rizos rojizos le ondeaba sobre los hombros. Los dos soldados
la miraban atónitos sin quitarle los ojos de encima. Y entonces
Corinna tuvo un rasgo de genialidad. Quizá fue la farola la que
se lo sugirió, o la necesidad de resolver una situación
que no sabía cómo resolver de otro modo. Se bajó
la blusa hasta descubrir los hombros, se apoyó de espaldas a la
farola, dejando balancearse el bolso, luego abrió los brazos y
se dirigió a un imaginario público, guiñando los
ojos como si todo el paisaje fuese su cómplice. "La cantan en todo
el mundo", gritó, "¡también nuestros enemigos!" Se dirigió
a las chicas y aplaudió.