TEXTOS TRADUCIDOS

1. Uso del artículo

Italia y España son países mediterráneos.

Tu sombrero es realmente bonito, ¿dónde lo has comprado?

Sus hermanos estaban en la montaña cuando ocurrió el accidente.

¿Tú prefieres ir a la calle con tus amigos o quedarte en casa conmigo?

Andalucía es la región más meridional de España.

Vosotros, los que jugáis al fútbol, tenéis que entrenaros mucho para estar en forma.

El chico de gafas es un compañero nuestro de escuela y es muy simpático.

Los tíos de Pedro son todos jovencísimos ¿tú los (les) conoces?

El gitano que cantaba en la plaza es el mismo que vimos el otro día cerca del mercado.

Nosotros, los italianos, somos morenos mientras vosotros, los alemanes, sois rubios.

He visto a Carmen con el vestido que se compró ayer y estaba realmente bien; a ella le favorece mucho el color verde.

¿Dónde está tu amiga Isabel? Ha ido a la iglesia, vendrá más tarde.

Querría saber dónde están los zapatos que he comprado, no los encuentro.

A Luis le gusta llevar siempre corbata, dice que se siente más elegante.

¿A ti te gustan más las rosas o los claveles? -Prefiero las rosas.

¿Has consultado el diccionario de Español para saber qué significan las dos palabras que no conocíamos?

Los que estaban aquí han ido al cine ¿y los demás?

Todo el mundo sabe que el azúcar es dulce y el café amargo.

Hemos comprado azúcar para hacer la tarta; ¿quieres ayudarnos tú a hacerla o quieres comerla solamente?

La película que pusieron en la tele ayer era muy bonita, pero la de hoy es mejor aún.

El actor Kevin Costner es buenísimo y sus películas son todas bonitas ¿a ti no te gusta?

Lo que has dicho no me parece para nada justo.

 

2. Uso de la preposicion con el complemento objeto de persona

He visto a Luis con su hermano.

¿Has visto el vestido que estaba en el escaparate?

Hemos encontrado a Pablo que esperaba a Pedro.

He comprado cinco libros de un autor que no conocía.

¿Tú no conocías a este autor? Yo había leído tres libros suyos.

Atiende a los niños para que no se hagan daño.

El cura bendijo a todos los fieles que asistían a la oración.

Ayer vi una obra de Martín Recuerda, el conocido dramaturgo español.

No apruebo a Carlos porque normalmente hace lo que quiere sin pensar en los demás.

Buscaban un mecánico para que reparase el coche que se había parado de repente.

Si cierras la puerta estaremos todos mejor.

¿Conoces al chico que estaba enfrente de la escuela? El te conocía a ti; lo sé porque dijo tu nombre cuando pasamos junto a él.

Tienes que consolar a tu amigo; está muy triste porque no ha conseguido aprobar el examen de español.

No contradigas a tu madre tenga o no tenga razón; se quedaría muy apesadumbrada.

Hemos leído el libro que Juan nos prestó; no era tan interesante como decía él.

Han expulsado a muchos trabajadores de la fábrica porque ya no producía como antes.

Despierta a tus hermanos, que es hora de ir a clase y no debéis perderla.

El otro día visitamos (a) la familia de la que te había hablado.

Este político convence fácilmente a la gente con su oratoria.

¿Has elegido ya el compañero con el que quieres ir a la fiesta? Si eliges a Carlos irá encantado.

Obedece a tus padres ¿no ves que ellos quieren solo tu bien?

 

3. Uso de las preposiciones

Vivo en Sevilla, pero voy a menudo a Córdoba.

El año que viene iré a España y pasaré un mes en Málaga.

Detrás de (Tras) la casa había un hermoso jardín.

Entre tú y yo no ha habido nunca problemas.

¿Querrías venir conmigo al cine si fuese mañana?

Quiere aprender bien a conducir el coche.

El gatito se escondió bajo (debajo de) la mesa.

En la bandeja hay tres vasos y una botella.

He oído en la radio una noticia sensacional.

Delante de (Ante) la puerta he visto al amigo de Pablo.

No hagas nada contra él, no lo merece.

Sin vosotros no iremos a ninguna parte.

¿Cuántos kilómetros hay de Roma a Nápoles?

Desde la terraza se ven los tejados de la ciudad.

¿Hacia dónde vas? ¿Te puedo acompañar?.

Estas flores son para una amiga mía que cumple hoy los años.

Andan siempre dando vueltas por la ciudad en vez de estudiar.

Según yo no podrás aprobar los exámenes si no estudias un poco más.

Voy a ver a mi abuela porque está enferma.

Llevaremos los libros a nuestros compañeros que nos esperan.

Tu bolso está en (encima de) la silla ¡cógelo!.

¿Para quién son esos caramelos? -Son para los niños.

No lo veía porque estaba escondido detrás de (tras) la puerta.

He dejado los guantes en el cajón y ahora tengo las manos frías.

Mañana tenemos clase desde las dos hasta las ocho.

Este cuadro ha sido pintado por una famosa pintora.

Haz esto por mí, te lo ruego, no lo olvidaré nunca.

Le vi delante del cine pero él no me reconoció.

Según ellos siempre compraban todo para otros.

Me gusta pasear por la ciudad por la tarde.

 

4. Uso del imperativo y el condicional

Pon eso donde estaba, mételo de nuevo en el cajón.

Haced lo que os han dicho y no habléis más.

Si él viniese le diría todo.

No mires así a la gente, puedes molestar a alguien.

Hagan todos lo que deben hacer.

Planchaos (Plancharos) el vestido antes de salir.

Me dijo que llegaría pronto pero aún no está aquí.

¡Vámonos! Aquí ya no hacemos nada.

No estés perdiendo el tiempo en lugar de trabajar.

Serían las siete de la tarde cuando llegó la policía.

Lávate la cabeza pronto que tenemos que salir.

Ven conmigo y te llevaré a ver una película preciosa.

Querríamos que ellos nos acompañasen pero nos han dicho que no.

Niños, lavaos (lavaros) las manos antes de comer.

Si hubiesen llegado a tiempo habríamos podido ir al concierto.

Prometieron que harían todo ellos y no lo han hecho.

Habría sido mejor que tú no hubieras salido aquel día.

¿Sabes cuántos eran? No sé, serían dieciocho.

¿Cómo tengo que decírtelo? No cojas lo que no es tuyo.

Coge la pluma y ponte a escribir inmediatamente.

Lavémonos los dientes y vayamos a su casa enseguida.

No creas todo lo que te dicen, muchas cosas no son ciertas.

Sal temprano hoy, no debes salir siempre tarde.

Había dicho que iría allí porque creía que podía hacerlo.

Dímelo, no te castigaré, sabes que no lo hago nunca.

¡Cogedlos! son para vosotros.

Si él me hubiese confesado todo, yo lo habría perdonado.

Creedme, os estoy diciendo la verdad.

 

5. Uso de ser/ estar

María es una chica guapísima.

Paula hoy está guapísima porque lleva un vestido nuevo que le favorece.

Esta casa es muy bonita pero está en un sitio feo.

Si fuera verdad lo que dices yo lo sabría.

¿Porqué estás ahí mirando? Estudia un poco la gramática.

No sé de quién es este cuaderno.

Eran las tres y él no había llegado.

Nosotros somos estudiantes, por eso estamos en el aula.

Si tú fueras médico lo podrías curar, pero no lo eres.

Cuando estemos en España visitaremos Sevilla.

¿Tú quién eres? ¿Eres de aquí? No te había visto nunca.

Están todos en casa porque llueve demasiado.

¡Lo guapa que estás hoy! ¿qué te has hecho?.

No eran como pensabas tú, eran buenas personas.

¿Qué hora es? Son las cuatro menos cuarto.

Si estoy aquí es porque soy primo de Carlos.

Ellos están enfermos, tienen gripe.

Ya no eres joven para hacer estas cosas.

Estarán aquí dentro de poco y podrás hablar con ellos.

¿A cuántos estamos? Estamos a 21 se septiembre de 1999.

No estoy seguro de nada en este momento.

Estaba convencido de que todo era como decía él.

No debes hacer eso (hacer así), debes estar tranquilo.

La nieve es fría y el sol es caliente.

No era fácil aquella lección de Economía.

Estaban muy cansados y se veía.

No sé si eres de verdad la hija de mi amigo.

Estos vestidos son verdes pero yo preferiría que fueran amarillos.

Estos chicos son inteligentes pero son aún inmaduros.

Estamos de verdad hartos de oir siempre las mismas cosas.

 

6. Uso de algunas formas verbales

Pensaba ir con él al cine pero me quedé en casa.

Nos pidieron que fuésemos con ellos al bar.

El hecho de que a ti no te guste, no quiere decir que no sea cierto.

Estábamos convencidos de que él no quería hacerlo.

Continúa diciendo que estudiará, pero aún no ha empezado.

Si crees que debes salir con ellos ¿por qué no lo haces?.

Continuamente nos decían que les acompañásemos y no entendíamos por qué.

Si te ordena que hagas lo que no debes hacer, dile que no.

Esperábamos poder acompañarles en aquel viaje.

Si yo digo que hago una cosa, la hago.

Me pides que te llame por teléfono y no me dices cuál es tu número.

Te dirá que vayas a su casa mañana, verás.

Me convenció de que era mejor quedarse en casa.

Cuando os diga que deis el dinero, no se lo deis.

Estaba seguro de que era como ella había dicho.

Si me ordenara que trabajase, lo haría.

Confieso que lo he hecho mal aunque no era mi intención.

¿Os habéis dado cuenta de esto? ¿Os habéis dado cuenta de que falta el dinero?.

No me digas que estudie porque no veo que tú estudies ni siquiera un día.

Creo que si hubiera pensado venir lo habría dicho.

No pienso ir a tu casa hoy.

Ellos estaban convencidos de que tú les querías.

Nos ha pedido que le prestemos muchos discos.

Creo que lo he hecho (haberlo hecho) bastante bien.

¿Por qué no confiesas que has sido tú?.

Me pide siempre que le regale flores.

No pienses que si me dices que te lo dé, te lo voy a dar.

 

7. Aleja el pensamiento incongruente de la cabeza, levanta la mirada al techo empavesado con salchichones que cuelgan de guirnaldas navideñas como los frutos de las ramas del país de Jauja.En todo el entorno, en los fruteros de mármol, la abundancia triunfa en las formas elaboradas de la civilización y del arte. En las lonchas de paté de caza las carreras y los vuelos de la campiña se fijan para siempre y se subliman en un tapiz de sabores. Las galantinas de faisán se extienden en cilindros gris rosáceo coronados, para autenticar el propio origen, por dos patas de pájaros como garras que sobresalen de un blasón heráldico o de un mueble renacentista.

A través de los involucros de gelatina se destacan los gruesos lunares de trufa negra puestos en fila como botones en una chaqueta de Pierrot, como notas de una partitura, cubriendo los róseos abigarrados parterres de los patés de foie gras, de las sobrasadas, de las terrines, las galantinas, los abanicos de salmón, los fondos de alcachofa guarnecidos como trofeos. El motivo conductor de los discos de trufa unifica la variedad de las sustancias como un negrear de vestidos de noche en un baile de disfraces, y marca el traje de fiesta de los alimentos

 

8. Cuando Pin se despierta ve los retazos de cielo entre las ramas del bosque, tan claros que casi hace daño mirarlos. Es de día, un día sereno y libre con cantos de pájaros.

El hombrote está ya de pie junto a él y enrolla el capote que le ha quitado de encima.

-Vamos, venga, que es de día,- dice. Han caminado casi toda la noche. Han subido por olivares, luego por terrenos abruptos, luego por oscuros bosques de pinos. Han visto búhos, también; pero Pin no ha tenido miedo porque el hombrote del gorro de lana le ha llevado siempre de la mano.

-Tú te caes de sueño, chiquillo mío, -le decía el hombrote tirando de él- ¿no querrás, por casualidad, que te lleve en brazos?

Efectivamente, le costaba tener los ojos abiertos, y encantado se habría dejado caer en el mar de helechos del bosque bajo, hasta ser sumergido en él. Era casi por la mañana cuando los dos han llegado al claro de una leñera y el hombrote ha dicho: -Aquí podemos hacer un alto.

Pin se ha echado en el terreno fuliginoso y como en un sueño ha visto al hombrote taparlo con su capote, luego ir y venir con unos leños, romperlos, y encender el fuego.

Ahora es de día y el hombrote está meando sobre las cenizas apagadas; también Pin se levanta y se pone a mear cerca de él. Mientras, mira al hombre a la cara: aún no lo ha visto bien a la luz. A medida que las sombras se despejan en el bosque y en los ojos todavía pegados por el sueño, Pin continuará descubriendo en él algún detalle nuevo: es más joven de lo que parecía y también de proporciones más normales; tiene bigote rojizo y ojos azules, y un aspecto de máscara por esa gran boca mellada y esa nariz aplastada en la cara.

 

9. Habíamos comprado dos velas, encendí las dos. Te habías sentado en el borde de la cama.

"Te meto en líos " dijiste. De nuevo estabas seguro de ti y parecías contento. La expresión de tu rostro se había endulzado y se había vuelto casi infantil; hablabas con el tono de un niño que ha salido ganando.

"Sabes qué piensa de mí papá" dije. "Dirá que he sido yo quien te ha convencido para que no vuelvas"

"Le he dejado escrito que volveré solo cuando haya encontrado una nueva habitación"

Nuestras sombras llenaban las paredes; la habitación tenía la bóveda más bien alta y por eso parecía más escuálida y vacía. Bajo el ventanuco estaba la caja con los chismes de la familia que la abuela había querido confiarme. En la mesa, algunos libros, entre los cuales un grueso volumen del Ochocientos donde estaban recogidas todas las obras de De Musset, en lengua original.

Cogiste en la mano el De Musset, apoyándolo en las rodillas para abrirlo.

"¿Conoces el francés?"

"Intento aprenderlo leyéndolo", contesté

"¿Sin la gramática?"

"Tengo un pequeño diccionario". Lo cogí de la parte opuesta de la mesa y te lo enseñé

"Yo uso la gramática de Fiorentino, te la podría prestar"

"¿Tú por dónde vas?"

"Me suspendieron precisamente en francés el año pasado"

 

10. Observándolo, comprendía que Berardo estaba dispuesto a todo, con tal de llegar. Ningún escrúpulo lo detendría. El no habría dudado en tirarme por la ventanilla, si hubiese pensado que esto podía serle útil. Mirando sus mandíbulas, me daba miedo. "Si tiene hambre, me comerá", pensaba.

A través de la ventanilla se veían pasar rápidamente montañas, prados, casas, huertos, jardines, campos, arroyos, cercados, caballos, vacas, ovejas, pueblos, y luego de nuevo tierras, tierras, tierras.

"¡Cuántas tierras!" murmuraba Berardo entre dientes.

De repente nos dimos cuenta de que dos carabineros habían entrado en nuestro vagón y estaban interrogando a cada viajero.

"¿Dónde vais?" nos preguntaron con arrogancia también a nosotros.

"Peregrinación" contestó Berardo y entregó una carta de Don Abbacchio con el sello de la parroquia.

"Buen viaje" nos desearon los carabineros.

Berardo sonrió.

Antes de bajar en la estación de Roma, Berardo se apretó los cordones de los zapatos y se escupió las palmas de las manos, como quien está listo para abatir cualquier obstáculo.

En Roma nos alojamos en la Posada del Buen Ladrón, que había sido recomendada a Berardo por el viajero que habíamos encontrado en el gabinete de Don Circostanza. En la puerta de la Posada había un cartel que representaba las tres cruces del Calvario. Por esto se podía pensar que el nombre de la posada se refería al famoso ladrón que fue crucificado a la derecha de Cristo y antes de expirar reconoció su divinidad y en compensación recibió la promesa: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso"

 

11. "En cuanto esté en condiciones de viajar, me iré al extranjero" dijo Don Paolo a Bianchina. "Ya no puedo vivir en este odioso país"

"Búscame un sitio e iré yo también" dijo la muchacha.

La idea de volver a encontrarse con Bianchina en el extranjero divertía a Don Paolo.

"Si vienes al extranjero" dijo "te contaré un secreto que te hará reir"

"¿No podrías contármelo enseguida?"

Pero Don Paolo no se dejó convencer.

Berenice cuidaba al cura según las prescripciones del médico municipal de Fossa. El había aconsejado de manera particular distraer al enfermo de los pensamientos melancólicos. Y de esto se había encargado concienzudamente Bianchina. Se veía que, tratándose de un enfermo, la muchacha se encontraba un poco apurada en la elección de los medios. A toda una serie de jueguecillos y bromas, que de seguro habrían divertido a Don Paolo, pero en detrimento de su salud, tuvo que renunciar.

Pero siendo una muchacha llena de recursos, desenterró de los recuerdos de colegio pasatiempos inocuos que lo distraían de su humor negro, como, por ejemplo, la carrera de moscas. En el colegio la carrera de moscas se practicaba sobre todo en las horas de clase.

 

12. Una noche, habiéndose levantado para ir a beber, mientras cruzaba el pasillo, Madame se había tropezado con Fabricio, parado allí delante, que le había sonreído y le había dicho, estaba en bata: "Hace calor esta noche, ¿verdad? Este verano no se decide a morir..." y entonces había asentido, fingiendo creer que él estaba allí para respirar un soplo de aire fresco, a pesar de que habría habido que preguntarle cómo podía hacerse la ilusión de tomar el aire en aquel pasillo completamente cerrado y sin vanos: pero ¿para qué humillarlo hasta ese punto? y por eso había preferido mentir y unirse a él en un banal, genérico comentario sobre el tiempo y apretar el paso hacia la escalera y bajar a la cocina para liberarlo de su presencia, pero sabiendo bien que él la seguía con la mirada y posiblemente se había sonrojado sin pudor, ahora que ella le daba la espalda, precisamente debido a aquella piadosa mentira en la que ambos habían fingido creer (así que, en definitiva, secundándolo en ese ceder, lo había humillado aún más; y, luego, en la cocina, mientras se demoraba bebiendo, había tenido la impresión de que Fabricio intentaba girar el picaporte de la puerta, que se le resistía, suplicando: " Te lo ruego, Valeria, déjame entrar antes de que vuelva a subir... no me hagas quedar mal" y entonces se había quedado más de lo debido, adrede para no encontrárselo otra vez en el pasillo, y efectivamente no lo había encontrado allí a la vuelta, pero podría ser que él no hubiese entrado en la habitación y que se hubiera escondido en algún otro cuarto precisamente para no dejarse sorprender cuando hubiera subido de nuevo.

 

13. Después de algunas semanas, habían recogido alguna información. Durante el corte de pelo y el afeitado, Frisella acostumbraba a silbar arias de ópera: a veces, escuchando la enorme radio ovalada que trasmitía discos desde Roma. Ahora, la radio estaba siempre encendida cuando se servía al brigada, y siempre, antes o después, el barbero se inclinaba hacia él para susurrarle algo. Para alguien no receloso, esto podía parecer pura y simple deferencia hacia un cliente, pero un día a un espía de Pisciotta le saltó a la vista un billete que sacó del bolsillo el brigada para pagar. El billete estaba doblado y Frisella lo metió en el bolsillo del reloj, bajo la bata blanca. Cuando el espía y un compadre le obligaron a mostrarlo, vieron que se trataba de un billete de diez mil liras. Frisella juró que aquello era el saldo de meses de afeitados y los espías fingieron creerle.

Vuelto al campo, en las montañas, Pisciotta expuso todo a Giuliano en presencia de Terranova, Passatempo y Silvestro. Giuliano caminó hasta el borde de la roca que dominaba Montelepre y se quedó, atento, mirando hacia abajo.

Mastro Frisella, el barbero, había formado parte del pueblo desde que él podía recordar. De niño había ido a su barbería para cortarse el pelo para la confirmación y había recibido de él como regalo una moneda de plata. De él, que le había gastado bromas por la calle y que siempre se había interesado por la salud de sus padres, conocía también a la mujer y al hijo.

 

14. Cuanto más tiempo pasaba, los músicos quedaban más cristalizados en los gestos -los arcos sobre los violines, las trompetas en la boca- como cristalizada por la malquerencia de los hombres, era la naturaleza que inspiraba su forzada ausencia de sonidos. Los amarillos, los morados, los azules se marchitaron en las figuras, con el gradual apagarse de los efectos luminosos. Y despuntó el negro neutro sin misterio, en que precipitaría la tierra.

El silencio del concierto surtió un mágico efecto: se difundió por la ciudad y la espantó. Incluso la Grande Giò, por la noche, tuvo una pesadilla. Despertándose de sobresalto, rogó al Piccolo Giò que le cantara una romanza, pero el pájaro siguió callado.

En los días siguientes, también quien se había reído de aquella huelga, fue cogido por una extraña infelicidad; se dio cuenta de lo pronto que se seca un jardín donde normalmente se lleva a jugar a los niños y se está sentado en un banco gozándose el solecillo que se filtra en los pensamientos. Y se comprendió lo triste que es conocer, una noche, a la mujer esperada y soñada largo tiempo sin poder mandarle, a la mañana siguiente, ni siquiera un ramo de flores, porque la persiana de la floristería está bajada.

Se añadió que Zibì concedió su primera entrevista en el escondite inaccesible solo a las fuerzas del orden. El insistía en que la cifra con nueve ceros, pedida por la devolución de las reliquias, la quería pagada en flores. Impresionaron su propiedad de lenguaje, lo imprevisto de las citas y el tono despreocupado de las respuestas:

"¿Usted tiene confianza en las Autoridades con las que está tratando?"

"La tengo"

"Eso es sorprendente"

"Sería sorprendente si se la prestara, esta confianza. Estoy seguro de que no me la devolverían"

 

15. "En el mundo ocurren ciertamente muchas cosas nuevas. Pero ¿por qué pensáis que la culpa es del Abad?"

"Porque ha puesto la biblioteca en las manos de los extranjeros y lleva la abadía como una ciudadela erigida en defensa de la biblioteca. Una abadía benedictina en esta comarca italiana tendría que ser un lugar donde los italianos deciden cosas italianas. ¿Qué hacen los italianos, hoy que ni siquiera tienen ya un papa? Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de Francia. Y entonces, hagamos lo mismo también nosotros, si sabemos hacer hermosos libros, fabriquémoslos para las universidades, y ocupémonos de lo que ocurre en el sur, en el valle, no digo del emperador, con todo el respeto hacia vuestra misión, hermano Guillermo, sino de lo que hacen los boloñeses o los florentinos. Podríamos controlar desde aquí el paso de los peregrinos y de los comerciantes, que van desde Italia a la Provenza y viceversa. Abramos la biblioteca a textos en romance, y vendrán también aquí los que no escriben ya en latín. Y, sin embargo, estamos controlados por un grupo de extranjeros que siguen llevando la biblioteca como si en Cluny fuera aún abad el buen Odilón..."

"Pero el Abad es italiano", dijo Guillermo.

"El Abad aquí no cuenta para nada", dijo siempre riendo sarcásticamente Aymaro. "En el lugar de la cabeza tiene un armario de la biblioteca. Está carcomido. Para hacer rabiar al papa deja que invadan la abadía frailecillos...digo los herejes, hermano, los tránsfugos de vuestra orden santísima... y para agradar al emperador llama aquí a monjes de todos los monasterios del norte, como si entre nosotros no tuviéramos buenos copistas, y hombres que saben el griego y el árabe, y no habría en Pisa o en Florencia hijos de comerciantes, ricos y generosos, que entrarían encantados en la orden, si la orden ofreciese la posibilidad de incrementar la potencia y el prestigio de los padres. Pero aquí, la indulgencia hacia las cosas del siglo se reconoce solo cuando se trata de permitir a los alemanes que... oh, Buen Señor, fulminad mi lengua que estoy a punto de decir cosas poco convenientes!"

"¿En la abadía ocurren cosas poco convenientes?", preguntó distraídamente Guillermo, echándose otro poco de leche.

"También el monje es un hombre", sentenció Aymaro. Luego añadió: "Pero aquí son menos hombres que en otras partes. Y lo que he dicho quede claro que no lo he dicho"

"Muy interesante", dijo Guillermo. "¿Y estas son opiniones vuestras o de muchos que piensan como vos?"

 

16. En cuanto a mi suegra, nos disuadía de cambiar de casa porque, en el piso alquilado en el que ahora vivíamos, había suelos amarillos, los cuales, decía ella, emanan una luz que favorece a la cara; y nos aconsejaba, si queríamos realmente comprar una casa, que convenciésemos al propietario para que nos vendiera aquella: lo cual era, como habíamos intentado explicarle otras veces, irrealizable, porque ni el propietario deseaba vendérnosla, ni nosotros, por varios motivos, deseábamos comprarla.

Por tanto hubo dos períodos en la búsqueda: uno en que yo busqué sola, con fervor pero al mismo tiempo con timidez y desconfianza, porque el recelo y la desconfianza de mi marido se me habían contagiado a mí: y porque siempre tengo necesidad, en mis iniciativas de naturaleza práctica, de que me acompañe el consentimiento de otra persona. Luego hubo un segundo período, en el cual mi marido buscó casa conmigo. Cuando él empezó a buscar casa conmigo, descubrí que la casa que él quería no se parecía en nada a la que quería yo. Descubrí que él, como yo, deseaba una casa parecida a aquella en la que había transcurrido su propia infancia. Como nuestras infancias no se parecían, la diferencia entre nosotros era insanable. Yo deseaba, como he dicho, una casa con jardín: una casa en el piso bajo, quizá un poco oscura, con verde alrededor, enredadera, árboles; a él, habiendo pasado su infancia parte en la calle de las Serpientes y parte en los Prados, le atraían casas situadas en una de estas dos zonas. De los árboles o de lo verde le daba igual. Quería ver, desde las ventanas, tejados: murallas antiguas, desconchadas, roídas por el tiempo, ropa remendada ondeando entre húmedads callejas, tejas musgosas, canales oxidados, chimeneas, campanarios. Así empezamos a reñir: porque él descartaba todas las casas que a mí me gustaban, pensando que costaban demasiado, o que tenían algún defecto: y, como también él se había puesto a mirar los anuncios, subrayaba con el lápiz solamente las casas que estaban en el centro de Roma. Venía conmigo a ver las casas por las que yo me interesaba, pero su rostro era, aún antes de que subiéramos las escaleras, tan cerrado, su silencio tan encolerizado y despreciativo que yo sentía que inducirlo a mirarse alrededor con ojos humanos, a intercambiar alguna palabra cortés con el portero o con el propietario que nos precedían abriendo las ventanas, era una empresa imposible. Le dije entonces lo odioso que me resultaba su modo de tratar a aquellos pobres porteros, o a aquellos pobres propietarios, los cuales no tenían ninguna culpa si a él no le gustaban sus casas; y después de esta observación mía se volvió con los porteros y con los propietarios amabilísimo, ceremonioso, casi servil: manifestaba un profundo interés por el piso, metía la nariz en los armarios empotrados, incluso decía qué trabajos sería útil hacer: y yo las primeras veces me dejé engañar, me ilusioné con que quizá la casa que estábamos viendo le gustase un poco; pero no tardé en comprender que aquel amable comportamiento suyo era irónico hacia mí, y que la idea de coger una casa semejante ni siquiera lo rozaba.

Recuerdo con extremada precisión la escualidez de ciertas casas que me interesaban a mí: ciertas casas en Monteverdevecchio, amarillentas, ruinosas, en un estado de profundo abandono: jardincillos húmedos, largos pasillos oscuros, lámparas de hierro batido con una luz floja, saloncitos con los cristales coloreados donde había viejecitas sentadas al brasero; cocinas con olor a tubería.

 

17. Nada ha acontecido. Estoy en casa desde hace seis meses, y la guerra sigue. Es más, ahora que el tiempo se consuma, en los enormes frentes los ejércitos han vuelto a atrincherarse, y pasará otro invierno, volveremos a ver la nieve, haremos un corro alrededor del fuego escuchando la radio. Aquí sobre las calles y en las viñas el lodo de noviembre empieza a parar a las compañías; este invierno, todo el mundo lo dice, nadie tendrá ganas de combatir, será ya duro estar en el mundo y esperarse la muerte en primavera. Si luego, como dicen, cae mucha nieve, caerá también la del año pasado y tapará puertas y ventanas, habrá que pensar que no deshelará nunca más. Hemos tenido muertos también aquí. Fuera de esto y de las alarmas y de las incómodas fugas a los barrancos detrás de las fincas (mi hermana o mi madre que se precipitan a despertarme, con los pantalones y los zapatos agarrados de cualquier manera, carrera en cuclillas a través de la viña, y la espera, la espera humillante), fuera del fastidio y la vergüenza, no acontece nada. En los montículos, en el puente de hierro, durante septiembre no ha pasado día sin disparos -disparos aislados, como en otros tiempos durante la temporada de caza, o rosarios de ráfagas. Ahora van siendo menos frecuentes. Esta es realmente la vida de los bosques como se sueña de chicos. Y a veces pienso que solo la inconsciencia de los chicos, una auténtica, no fingida inconsciencia, puede consentir ver lo que acontece y no darse golpes de pecho. Por lo demás los héroes de estos valles son todos chicos, tienen la mirada clara y firme de los chicos. Y si no fuera porque la guerra nos la hemos criado en el corazón nosotros -nosotros que ya no somos jóvenes, nosotros que hemos dicho "Que venga pues, si tiene que venir"- también la guerra, parecería una cosa limpia. Por lo demás quién sabe. Esta guerra nos quema las casas. Nos siembra de muertos fusilados plazas y calles. Nos caza como a liebres de refugio en refugio. Acabará por obligarnos a combatir también a nosotros, para arrancarnos un consenso activo.

 

18. Normalmente, quien se evade de una cárcel lo hace con la complicidad de alguien que está fuera, por ejemplo, de una persona que lo espera con el coche y lo ayuda a proseguir la fuga. Pero tu sospecha, unida al gusto por el juego imposible, había descartado esta solución y prohibido a Morakis que buscara ayuda. Nadie tenía que saber que escaparías con él, todo tenía que ser confiado a la suerte y a tu iniciativa así es que en la calle no había un alma. "¿Y ahora?" preguntó Morakis. "Ahora se coge el autobús" "¿El autobús!?" "Sí, el autobús: como corresponde a dos cabos en día de permiso." El autobús estaba llegando, subiste junto a Morakis, y no hizo falta mucho para entender que había sido un error: con el uniforme tan roto y mal apañado, pareciáis todo menos dos cabos en un día de permiso. El cobrador os miraba perplejo: "¿Una riña?" "Eh, sí. Un bribón se había permitido insultar al ejército". "¿Vais a la ciudad?" "No, nos bajamos en la próxima parada." Bajasteis. Morakis parecía cada vez más inquieto. "¿Y ahora?" "Ahora se coge un taxi" Pasó también el taxi. Os llevó algunos kilómetros porque trabajaba solo en la zona de Boiati. Después heos aquí de nuevo a pie, protegidos por la oscuridad y nada más. "¿Y ahora?" "Ahora me quito el uniforme" Te escondiste detrás de un árbol, cogiste la ropa que habías metido en la bolsa de Morakis, te cambiaste con un suspiro de alivio: de tal manera se perderían las huellas de dos cabos de uniforme. "¿Y ahora?" "Ahora buscamos un segundo taxi, y luego un tercero hasta Atenas" El tercer taxi os llevó hasta la ciudad a media noche, y fue en este momento cuando emergió la fragilidad desconcertante de un plan confiado a la suerte: esconderse ¿dónde? Durante los preparativos Morakis te lo había preguntado varias veces: "Después ¿dónde irás? Yo puedo refugiarme en casa de una chica, un pariente, pero ¿tú? Tu familia está vigilada, tus compañeros están en la cárcel. ¿Cómo te arreglarás?" Y tú le habías contestado siempre: "No te preocupes, mil casas están dispuestas a hospedarme"

 

19. Pero por qué Madame le contaba todo esto no conseguía entenderlo. Quién sabe si había sido ella la que dejó al marido o si había sido el marido quien la abandonó: hablaba, hablaba, le gustaba solo hablar de los demás y ella había sido una estúpida confiándole toda su historia con Vitorio, cómo le había conocido y cómo se habían enamorado y cómo había ido a vivir con él, pero de este marido mientras tanto, Monsier Grelier, ella no sabía nada, por ejemplo, ni siquiera si era rubio o moreno, grueso o delgado, bajo o alto: ¿qué era? ¿agente de seguros? ¿ferroviario? Quizá había sido él el que la había dejado, la había dejado simplemente porque en un cierto momento se había cansado de estar oyéndola, de oírla hablar y ver que no acababa nunca y que entre los labios le nacía aquel coágulo de saliva blanco, mucilaginoso, un poco manchado de rojo, que parecía la imagen misma de su incomparable locuacidad... La fijaba encantada, desconcertada. Sí, había ocurrido también otra vez, seguía contando Madame, había ocurrido pocos meses atrás. Ella no conseguía dormir por el fuerte calor, esta vez sí que hacía calor y no se movía ni una hoja en el jardín, y también aquella estenuada inmovilidad contribuía a hacer más profundo el silencio y de repente había tenido la sensación de oir pasos en el pasillo del primer piso y había bajado a controlar: se trataba de nuevo de Fabricio que pedía entrar en el dormitorio matrimonial, solo que ahora debía de haber oído acercarse a alguien y había tenido tiempo de meterse en la habitación contigua, pero ella, Madame, igualmente había conseguido verlo y ella, Lavinia, sonrió y asintió segura de que Madame se había levantado a posta para sorprenderlo movida por la curiosidad o por aquella oscura inconfesada perversidad de hacerle ver que alguien conocía -vigilaba- esta secreta humillación.

 

20. El tren se paró bruscamente con un chirrido de ruedas y resoplidos de vapor. La ventanilla de un departamento se bajó y aparecieron las cabezas de cinco chicas. Algunas tenían el pelo oxigenado, con tirabuzones sobre los hombros y ricitos sobre la frente. Empezaron a reírse y a parlotear, llamando "¡Elsa, Elsa!" Una pelirroja vistosa, con un adorno verde en el pelo, gritó a las otras: "¡Aquí está!" y se asomó exageradamente a la ventanilla haciendo amplios gestos de saludo. Elsa alargó el paso y se puso junto al vagón tocando las manos festivas que se tendían hacia ella. "¡Corinna!" exclamó volviéndose hacia la pelirroja vistosa, "¿qué te has hecho?"

"Dice Javier que gusto así", se rió Corinna guiñando un ojo y gesticulando con la cabeza hacia el interior del departamento. "Sube, rápido, no querrás quedarte en este lugar," dijo con una voz de falsete. Luego lanzó un pequeño grito: "Oh, chicas, hay un Rodolfo Valentino!"

Todas las chicas se asomaron y comenzaron a agitar las manos para llamar la atención del hombre indicado por Corinna. Eddie se vio obligado a salir de detrás del cartel de los horarios en el andén y vino hacia adelante despacio, con el sombrero sobre los ojos. En aquel mismo momento dos soldados alemanes entraron en la estación por la cancela del fondo y se dirigieron hacia la sala del jefe de estación. Después de pocos segundos el jefe de estación salió con la banderita roja y fue hacia la locomotora con un paso ligero que subrayaba la torpeza de su cuerpo regordete. Los dos soldados se habían plantado frente a la cabina de los mandos como si tuvieran que hacerle la guardia a algo. Las chicas habían enmudecido y seguían la escena con preocupación. Elsa puso la maleta en el suelo y miró a Eddie con aire desolado. El le hizo señas de proseguir y se sentó en un banco bajo un cartel publicitario de la riviera, sacó del bolsillo el periódico y hundió la cara en él.

Corinna había seguido la escena y pareció haber entendido todo. "Ven, querida," gritó, ¿te quieres decidir a subir?" Con la mano dijo un frívolo "ciao" a los dos soldados que la miraban y mostró una sonrisa deslumbrante. Mientras, el jefe de estación estaba volviendo con la banderita enrollada bajo el brazo y Corinna le preguntó qué estaba sucediendo.

"Quien lo entienda es bien listo," respondió el hombrecito encogiéndose de hombros, "parece que tenemos que esperar un cuarto de hora, pero el porqué no lo sé, son las órdenes".

"Oh, pero entonces podemos bajar a desentumecernos las piernas, ¿verdad chicas?", dijo como piando Corinna tan contenta; y en un momento se precipitó del tren seguida por las demás. "Tú sube", musitó pasando junto a Elsa, "nos ocupamos nosotras de distraerles".

El grupo se dirigió hacia la parte opuesta a aquella en que se encontraba Eddie, pasando delante de los soldados. "¿Pero en esta estación no hay un sitio para descansar?" se preguntaba en voz alta Corinna mirándose alrededor. Era estupenda en llamar la atención, movía las caderas ostentosamente y mecía el bolsito que se había descolgado del hombro. Llevaba un vestido de flores muy adherente y unas sandalias con la suela de corcho. "¡El mar!", "chicas, mirad qué mar, decidme si no es divino!". Se apoyó teatralmente en la primera farola y se llevó una mano a la boca haciendo un gesto infantil. "Si tuviese el bañador desafiaría al otoño", dijo moviendo la cabeza mientras una cascada de rizos rojizos le ondeaba sobre los hombros. Los dos soldados la miraban atónitos sin quitarle los ojos de encima. Y entonces Corinna tuvo un rasgo de genialidad. Quizá fue la farola la que se lo sugirió, o la necesidad de resolver una situación que no sabía cómo resolver de otro modo. Se bajó la blusa hasta descubrir los hombros, se apoyó de espaldas a la farola, dejando balancearse el bolso, luego abrió los brazos y se dirigió a un imaginario público, guiñando los ojos como si todo el paisaje fuese su cómplice. "La cantan en todo el mundo", gritó, "¡también nuestros enemigos!" Se dirigió a las chicas y aplaudió.