LECTURA 1.

La idea constitucional y la Constitución de Cádiz (pág. 7)

En una primera aproximación a la Historia de España, tanto el siglo XIX como el comienzo del XX se presentan como un periodo enormemente agitado, con continuas alteraciones políticas, levantamientos militares, movimientos sociales y cambios de sistema de gobierno.

La invasión napoleónica puso en fuga a la monarquía borbónica, que tras un curioso e inexplicable procedimiento de abdicaciones acabó cediendo la corona al propio Napoleón. El rey Carlos IV y su familia fueron conducidos al sur de Francia (Bayona) por las tropas francesas, que habían tomado España con la connivencia de la Corona. Allí Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, y éste a su vez en Napoleón, quien coronó rey a su hermano José. Estos acontecimientos sirvieron para que José I se ganara la oposición de muchos ilustrados españoles, que si bien estaban dispuestos a apoyar una apertura del Antiguo Régimen hacia el liberalismo, no lo querían hacer guiados por una potencia invasora extranjera. De ahí nació el firme propósito de dotar al reino de su primera constitución escrita.

A causa de los problemas creados por el desarrollo de la Guerra de la Independencia, las primeras Cortes liberales tuvieron que reunirse en Cádiz (la Isla de León), en el extremo sur de la Península Ibérica, para redactar la primera constitución de la historia de España. Los ejércitos napoleónicos controlaban la mayor parte del centro y del norte de España e impedían cualquier intento de oposición a la monarquía de José I. A consecuencia de esta situación, el proceso constituyente se extendió por un periodo de dos años, culminando el 19 de marzo de 1812, si bien la constitución apenas tuvo tiempo de aplicarse, pues el final de la guerra y el decreto de vuelta al Antiguo Régimen ordenado a su regreso al trono ( 1814 ) por el heredero borbónico Fernando VII, lo impidieron. 

Una constitución es el entramado legal que asegura una división de poderes en el estado, poderes que se hallan sometidos al respeto a los derechos humanos y al resto de las normas que dicha constitución establece.

A este respecto denotamos la influencia de dos corrientes de pensamiento en el primer constitucionalismo español. De una parte, la francesa, que pone el acento en el origen natural de los derechos del Hombre, tal y como habían sido enunciados por la Revolución francesa. De la otra, la británica, que contempla los derechos como principios emanados de la historia de un pueblo.

La Constitución de 1812 responde a ambos conceptos. Su origen se sitúa en la representación popular surgida de las Juntas locales que enviaron sus representantes a la Junta Central Suprema para ocupar el vacío de poder surgido tras la abdicación del rey. En consecuencia, esta institución pasó a representar el concepto de la Nación soberana española para todos los que luchaban contra el invasor francés.

Al término de un complejo proceso electoral, se reúnen en Cádiz unas Cortes unicamerales elegidas por sufragio general indirecto, y restringido por motivos socioeconómicos (el derecho de sufragio dependía de la riqueza de cada individuo). Para comenzar establecen la separación de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, a la manera de Montesquieu, y se otorgan la tarea de redactar una constitución. En ella se establece que la soberanía reside en la Nación española, a saber, “la reunión de los españoles de ambos hemisferios”, que “es libre e independiente, y no es, ni puede ser patrimonio de ninguna familia, ni persona”.

Las Cortes y la Monarquía, ambas representantes por derecho propio de la Nación española, comparten el poder legislativo de acuerdo al principio de cosoberanía. El rey ocupa la jefatura del ejecutivo, nombra sus ministros y es irresponsable de sus actos de gobierno. Mientras, a las Cortes no se les permite ejercer el control parlamentario del gobierno. La Justicia es confiada a los tribunales estructurados de manera jerárquica bajo la tutela de un Tribunal Supremo.

No aparece todavía una declaración de Derechos de los ciudadanos (a imagen de la de la Revolución francesa), aunque su existencia y su necesidad queda reconocida en la parte orgánica de la Constitución. No obstante, por primera vez se hace iguales a todos los españoles ante la ley, lo que supone poner fin al sistema de privilegios del Antiguo Régimen. La Constitución es confesionalmente católica, pero intenta someter la Iglesia a la sociedad civil. De ahí que se abola la Inquisición y se dé suma importancia a la enseñanza de los principios constitucionales a laicos y seglares.

La vuelta del rey Fernando VII se produce en 1814, después de que Napoleón le devuelva la Corona española. Mientras se prepara el recibimiento del rey, un importante número de los diputados que habían aprobado la Constitución en 1812, se muestra completamente insatisfecho con el funcionamiento del sistema liberal. Su frustración queda recogida en el Manifiesto de los Persas,  en el cual solicitan a Fernando VII la reinstauración del sistema absolutista, pues lo consideran el más adecuado para resolver los problemas de España. El rey no duda en seguir los consejos de los antiliberales y su decisión supone la derogación de toda la obra constitucional de Cádiz y la vuelta al Antiguo Régimen.

Los liberales no renuncian a su proyecto e intentan restaurar la Constitución de 1812 en diversas ocasiones por medio de pronunciamientos o sublevaciones militares. El 1 de enero de 1820, uno de esos pronunciamientos, dirigido por el coronel Riego, proclama la vuelta al constitucionalismo. Seguidamente, las tropas acuarteladas en la costa sur andaluza a la espera de ser embarcadas hacia América, donde debían combatir a los ejércitos independistas, se dirigen bajo el mando de Riego hacia Madrid y consiguen que Fernando VII acepte jurar la Constitución de Cádiz tras un corto enfrentamiento civil.

Es durante estos tres años, cuando la Constitución funciona de manera realmente operativa. A pesar de ello, los liberales se van a encontrar con un rey que intenta hacer todo lo legalmente posible, mediante una utilización viciada y personalista de sus prerrogativas, para impedir la implantación del sistema constitucional liberal. Así mismo, las ideas liberales reciben la oposición de la nobleza y la Iglesia, que no están dispuestas a perder sus privilegios. El nuevo sistema liberal supone el fin del antiguo Régimen, y ésta es una idea que difícilmente puede ser admitida sin ningún tipo de resistencia por los estamentos sociales privilegiados. En 1823, Fernando VII acaba conspirando contra su propio gobierno, y permite la entrada del ejército de la Santa Alianza (Cien Mil Hijos de San Luis) enviado por las monarquías absolutistas europeas para restaurar el Antiguo Régimen en España.

LECTURA 2

La consolidación de los movimientos obreros y anticlericales socialistas

El socialismo se agrupa alrededor del liderazgo del Partido Socialista Obrero Español (P.S.O.E.), fundado por Pablo Iglesias en 1879, quien también dedicó grandes esfuerzos a la creación del sindicato U.G.T. (Unión General de Trabajadores) en 1888 y a la educación de la clase obrera, mediante la fundación y promoción de las llamadas “Casas del pueblo”, especie de escuelas, asesorías e incluso cajas de ahorros dedicadas a la atención de la clase obrera.

El socialismo avala la acción política y el uso de métodos parlamentarios, pero hasta 1910 no consigue un solo escaño parlamentario. Muchos intelectuales de fuerte raigambre republicana se afilian al P.S.O.E., convirtiéndole ante la opinión pública en uno de los portaestandartes republicanos. Por su parte, la central sindical U.G.T. resulta ser una organización proletaria mucho menos combativa y revolucionaria que la C.N.T. de los anarquistas.

En 1921 el P.S.O.E. vota en contra de su adhesión a la III Internacional, produciéndose la escisión de un grupo de militantes que pasarán a fundar el Partido Comunista de España (P.C.E.). Es así como los socialistas adquieren ante la sociedad tintes reformistas, llegando incluso a prestar una cierta colaboración al gobierno de la Dictadura del General Primo de Rivera al final de los años veinte, al considerar que lo importante es conseguir paulatinamente más libertades. La identificación entre intelectuales y proletariado militante en el socialismo y el republicanismo se rompe poco después, lo que produce graves conflictos en 1933 y 1936.

Otro fenómeno social característico del comienzo del siglo XX es el anticlericalismo. Bien arraigado tradicionalmente entre los grupos revolucionarios más extremistas comienza a extenderse entre la sociedad española por diversos motivos. No se trata de un rechazo frontal a la Iglesia católica, puesto que ya a finales del siglo XIX el papa León XIII había exaltado el ideal de justicia social, favoreció la creación de sindicatos católicos, de sociedades de seguros mutuos y de cooperativas de crédito rural, obteniendo su programa una importante y favorable respuesta en el norte de España y en Cataluña. El caso es que, en torno a 1900, el número de frailes en España crece notablemente debido a la llegada de los miembros de las órdenes religiosas expulsadas de Francia por la III República, a continuación estas órdenes fundan algunos centros de enseñanza, mal vistos por las fuerzas de izquierda en su intento de crear una sociedad laica, en la que el clero carezca de poder.

En 1902 Pablo Iglesias induce a los socialistas a no participar en la violencia anticlerical, ya que considera al capital y no la Iglesia como el verdadero enemigo del proletariado, aunque ambos sean compañeros de viaje y se apoyen mutuamente. Sin embargo, la presión de las masas obreras crece de tal manera durante la Semana trágica de Barcelona, que los socialistas optan por unirse a la oleada anticlerical. Éste será uno de los factores que permitirá a los socialistas obtener su primer escaño parlamentario.

Por otra parte, en España no existe un catolicismo liberal, o con sensibilidad social, organizado políticamente como sí lo hay en Italia o Bélgica. La jerarquía eclesiástica protege sobre todo los intereses de los terratenientes y la oligarquía financiera. De este modo, las clases modestas se sienten representadas por quienes se autoproclaman anticlericales. El fenómeno del anticlericalismo representa la reproducción de conflictos muy enraizados en la historia y la sociedad españolas.

La actitud anticlerical, tan pertinaz, tan enconada, tan prolongada en el tiempo, no tiene su origen en un solo factor, sino en la confluencia de varios. Primero, los motivos económicos. La Iglesia era una potencia económica, poseía rentas, ejercía actividades económicas, recibía subvención estatal y gozaba de exenciones fiscales y privilegios en materia jurídica.

Segundo, los motivos sociales. La Iglesia ha estado tradicionalmente situada en la cúspide del poder, aliada con las élites políticas y con las clases sociales dominantes, cuyos intereses defendía. Además existe una exagerada distancia entre la jerarquía católica, desconocedora de la realidad social española, y el clero llano, mucho más cercano a los problemas de la gente común.

Tercero, los motivos políticos. A lo largo de los siglos XIX y XX, España intenta configurarse como un estado nacional. Es preciso, entonces, que la sociedad civil se libere de la tutela de la Iglesia y que dicha institución ceda al Estado parcelas de poder tan importantes como la beneficencia, el registro civil y, sobre todo, la enseñanza, con objeto de que los españoles se socialicen, más por su condición de ciudadanos que por su calidad de individuos unidos en una determinada fe. El clero se resiste a perder tales medios de control social. Por ello, va a apoyar, en estos momentos de desintegración territorial del Estado español, los movimientos nacionalistas vasco y catalán, buscando su propio beneficio.

Por último, el principio de siglo constituye un momento de cambio cultural y de sustitución de valores. Se acusa a la Iglesia de predicar una moral de sumisión y de inacción, favorable a la oligarquía dominante. Se le achaca el ser oscurantista, contraria al progreso, a la ciencia, a la razón. Pero también se la acusa de traición a sus principios y al Evangelio, por incumplir los votos de pobreza y castidad. A la luz de este último punto se puede entender mucho mejor lo que significa para el pueblo llano español la violencia contra los bienes y los miembros de la Iglesia católica.

LECTURA 3

La proclamación de la II República (pág. 35)

Tras el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera y el posterior directorio militar al que Alfonso XIII encarga el gobierno del país, la Monarquía trata de volver al orden constitucional de 1876. Se intenta iniciar un periodo transitorio que suponga el restablecimiento del régimen de libertades políticas anteriores a 1923, y la posterior convocatoria de elecciones libres y democráticas. A este proceso se opone una importante corriente política de la opinión pública, defensora de la apertura de un nuevo proceso constituyente. A su alrededor se aglutinan los políticos, pensadores y organizaciones sociopolíticas más significativas, que emprenden acciones propagandísticas conjuntas y pactos públicos (el más importante de ellos el contraído por la mayoría de los republicanos, el Pacto de San Sebastián) en defensa de sus planteamientos y de la sustitución del régimen monárquico por otro republicano.

En un intento final de evitar la consolidación de esas posturas, el gobierno monárquico comienza su pretendida transición a la normalidad democrática con la convocatoria de elecciones municipales, una forma de intentar un retorno gradual al parlamentarismo. No se atreve a convocar elecciones a Cortes, pues teme que éstas se atribuyan un papel constituyente, aun contra la voluntad del rey.

El 12 de abril de 1931, día de las elecciones municipales, los partidos monárquicos sufren tal derrota en las grandes ciudades que Alfonso XIII, consciente del rechazo popular, decide abandonar el país exiliándose en Roma. La importancia del resultado electoral de las ciudades (en las zonas rurales la victoria no fue para las organizaciones republicanas) se debe a que en ellas la capacidad de la oligarquía y del Ministerio de la Gobernación para alterar fraudulentamente los resultados electorales es prácticamente nula. Ante el vacío de poder, un gobierno provisional integrado por representantes de las fuerzas firmantes del Pacto de San Sebastián proclama la República el día 14 en medio del entusiasmo general. El mismo día también se proclamaba en Barcelona la República catalana, disuelta pocos días después, concebida como un estado federal miembro de una hipotética federación española.

LECTURA 4

Fases en la vida de la II República (pág. 42)

Se pueden distinguir tres periodos en la corta vida de la II República, a los cuales hemos de añadir los tres años de contienda civil. Al primero (1931-1933), se le conoce como el bienio transformador, durante el cual se redacta la Constitución y gobierna una coalición de socialistas y republicanos de izquierda. El segundo (1933-1936) recibe el sobrenombre de el bienio negro. Los partidos de derechas encabezados por la C.E.D.A. y el Partido Radical alcanzan el poder y dan marcha atrás a muchas de las reformas iniciadas por sus predecesores. El último dura unos pocos meses, de febrero a julio de 1936, y supone la vuelta al poder de las fuerzas de izquierda (P.S.O.E., P.C.E. y republicanos), unidas en un Frente Popular.

Los problemas surgen en cuanto se empieza a poner en práctica la legislación inspirada por la Constitución. Se inicia una tímida reforma agraria, que no resuelve las necesidades de las masas campesinas, pero que enfrenta los terratenientes al Gobierno. La Hacienda pública resulta completamente incapaz de asumir el coste de una expropiación de tierras sin uso y un posterior reparto entre los campesinos más necesitados. La medida, ciertamente revolucionaria, podía haber sido tomada durante los primeros meses del nuevo régimen para encontrar una menor resistencia, y así haber sorprendido a unas entonces desorganizadas fuerzas económicas. En lugar de esto, se tarda casi dos años en iniciar la reforma, cuando los grupos opuestos a estas medidas ya se encuentran bien organizados. Como consecuencia, los campesinos se creen engañados, vuelven a las huelgas reivindicativas, y promueven algunas acciones de fuerza (toma de tierras de grandes propietarios), que acaban siendo reprimidas con una dureza inesperada en un régimen político de izquierdas.

Las relaciones Iglesia–Estado producen otra gran polémica. Al poco tiempo de proclamarse la República surge de nuevo la vena anticlerical de una parte de los españoles, con lo cual se produce la quema de algunas iglesias y conventos a lo largo y ancho del país. Las posiciones se radicalizan aún más cuando una parte importante de la población, que es abiertamente creyente, se solidariza con la Iglesia al sentirse herida por ciertas medidas del Gobierno. Entre ellas destacan la supresión de la Compañía de Jesús, la secularización de los cementerios, la suspensión de la manutención económica del clero secular, la prohibición a las órdenes religiosas de comerciar, negociar y desarrollar actividades comerciales como miembros del clero, y sobre todo la exclusión de las ordenes religiosas y la Iglesia del sistema educativo.

El ejército pasa a ser un apoyo precario para la República a pesar de los intentos de reforma emprendidos, o quizás debido a ellos. Azaña, desde el ministerio de Defensa, ofrece a los jefes y oficiales una alternativa en el mejor estilo decimonónico. Quienes no se sientan capaces de servir con lealtad al nuevo régimen por tener ideales monárquicos pueden pedir la baja y seguir cobrando el sueldo completo. Mientras, los que deseen permanecer en el servicio a las armas deben prometer lealtad a la República. Muchos se marchan a sus casas. Otros consultan con Franco, por su prestigio dentro de la cúpula militar, quien les aconseja quedarse “para ser más útiles a España”. Al poco tiempo, el Gobierno comienza las reformas y suprime algunos de los privilegios económicos de los militares, como el poder viajar gratuitamente. El estado de las relaciones entre el ejército y el Gobierno acaba por ponerse de manifiesto en 1932.

El general Sanjurjo, apoyado por los terratenientes y la aristocracia, encabeza un golpe de estado (en el que no quiere participar Franco) que fracasa. Sus máximos responsables son encarcelados, aunque volverán a la libertad poco después gracias a un indulto concedido por el nuevo gobierno de la C.E.D.A. No tardan mucho en organizar una nueva conspiración contra el orden constitucional vigente. En 1936, bajo el gobierno del Frente Popular, los indicios de golpe militar se aprecian tan claramente que, en un irreparable error de cálculo, Franco es destinado a Canarias. Desde allí se dedicará tranquilamente a preparar su alzamiento lejos de las miradas y el control de los políticos de la Península.

LECTURA 5

El inicio de la Guerra Civil (pág. 45)

La sublevación de las tropas africanas del ejército español, los días 17 y 18 de julio de 1936, es acogida con escepticismo por el gobierno de la República, cuya tardía reacción contribuye al éxito del levantamiento. El gobierno no considera que los rebeldes vayan a ser capaces de encontrar apoyos entre la población. En un terrible error de cálculo, entiende que puede controlar la situación fácilmente y que finalmente sucederá lo mismo que había ocurrido con el golpe de Sanjurjo tres años antes. Por otra parte, la resistencia popular frente al golpe de Estado resulta amplia y consciente. De haber contado con una mayor atención del gobierno desde el primer momento, la insurrección posiblemente hubiera sido sofocada sin grandes dificultades.

En principio, el general Mola, desde Pamplona, y el ex-general Sanjurjo, desde su exilio de Estoril, son los encargados de la coordinación y preparación de la insurrección. Algo más tarde, el general Franco se une al complot de sus compañeros de la Península desde Canarias. Sanjurjo muere en un accidente de aviación mientras vuela hacia la península para ponerse al mando de las operaciones, y deja al movimiento rebelde sin un líder ni unas claras directrices políticas a seguir. La idea original de Mola consistía en preservar el régimen republicano después del golpe de Estado y formar un gobierno militar provisional que disolviera los partidos políticos y las organizaciones sindicales durante cierto tiempo hasta que se hubiera logrado una cierta estabilidad. El ejército recoge de nuevo su papel de ‘salvador’ de la patria y del orden establecido. La idea de una dictadura se considera el menor de los males para resolver una situación de crisis política aguda. Entre los partidarios del golpe de estado no existe lógicamente ninguna confianza en la capacidad del sistema democrático para gestionar la resolución de sus propias crisis.

Sin embargo, la repentina muerte de Sanjurjo favorece los planes de otros dirigentes sublevados, especialmente los del general Franco, cuyos objetivos son bien distintos a los de Mola. En octubre de 1936, mientras los sublevados , que pasan a autodenominarse los “nacionales”, controlan más de la mitad de la Península tras una rápida campaña militar, Franco acumula en su persona el mando de las tropas sublevadas y todos los poderes del nuevo régimen. España queda así dividida en dos zonas claramente definidas, la leal a la República y la controlada por Franco, que comienza a actuar como Jefe de Estado desde ese instante.

LECTURA 6

La transición a la democracia. (pág. 63)

Con la desaparición de Franco se abre un periodo de incertidumbre sobre la forma política que debe adquirir el régimen.

La sucesión a la jefatura del estado estaba asegurada por lo dispuesto en la Ley de Sucesión y recaía en la figura de Juan Carlos de Borbón, quien es coronado, con el nombre de Juan Carlos I, nuevo rey de España inmediatamente después de la muerte del dictador. Para evitar cualquier tipo de conflicto con la administración del franquismo, el rey decide mantener momentáneamente al último presidente del gobierno nombrado por Franco. Unos pocos meses más tarde, en el verano de 1976, en función de sus poderes, el rey lo obliga a dimitir y elige a un nuevo presidente del gobierno. El nombramiento recaerá en la persona de Adolfo Suárez, un joven dirigente del partido único franquista, el Movimiento Nacional, que cuenta con el apoyo y la complicidad de Torcuato Fernández Miranda, a la sazón presidente de las Cortes y antiguo preceptor del rey.

El nuevo nombramiento apenas despierta sospechas entre los hombres del régimen y genera cierta incertidumbre en aquellos que esperan el retorno a la democracia. Unos y otros se equivocan. En diciembre de 1976, Suárez presenta a las Cortes un proyecto de ley fundamental, la octava y última, con el cual España se dirige hacia la democracia. La Ley para la Reforma Política pone en marcha un proceso legislativo que contribuye a transformar el régimen dictatorial franquista en un sistema democrático.

El primer paso consiste en acabar con las Cortes corporativas del franquismo, quienes aprobando la Ley se condenan a su propia extinción. Paradójicamente, el ‘harakiri’ político fue aceptado sin gran oposición y la última ley fundamental del sistema franquista decreta la propia defunción del régimen, al tiempo que despeja el camino hacia un sistema democrático.

La Ley para la Reforma Política prevé la separación de poderes, lo cual implica la creación de unas Cortes bicamerales, compuestas del Senado y el Congreso de los Diputados, elegidas mediante elecciones libres, democráticas y por sufragio universal directo. Las elecciones previstas por la Ley serán convocadas unos meses más tarde. El trabajo realizado sobre los aspectos electorales es de tal calibre que la Constitución de 1978 apenas modificará la reglamentación contenida en esta ley.

Otro aspecto de gran importancia se centra en los derechos y libertades de asociación, expresión, reunión y sindicación que dan paso a la inmediata legalización, durante el invierno de 1977, de los partidos políticos y sindicatos, que hasta entonces se habían mantenido en el exilio o en la clandestinidad.

El gobierno Suárez sólo hace una sola excepción: mantener al Partido Comunista de España en la ilegalidad, para no perder la confianza de las Fuerzas Armadas y la vieja guardia franquista. Tras meses de negociaciones secretas, los comunistas se comprometen a aceptar públicamente la bandera e himno monárquicos, y así renunciar a los símbolos republicanos. Son las pruebas necesarias para convencer a los sectores más conservadores de que la legalización del PCE no supone ninguna amenaza revolucionaria para el naciente sistema democrático. El gobierno decreta la legalización del Partido Comunista el Sábado Santo de 1977.

La crisis económica mundial de 1973 había sido maquillada por los últimos gobiernos franquistas, con grandes costes para las arcas del estado. Al comienzo de la Transición esta situación artificial resulta insostenible. La crisis había aumentado los problemas de las clases urbanas y obreras, que habían visto descender su capacidad adquisitiva en unos momentos de altos índices de inflación. Para acordar un programa común que tranquilice a los movimientos obreros sobre las intenciones del régimen que debe surgir de la Transición, el gobierno de Suárez firma con los sindicatos los llamados Pactos de la Moncloa. Se pretende, y se consigue, asegurar una cierta estabilidad laboral y salarial a los obreros, y con ello disminuir la conflictividad social que pone en peligro el camino hacia las urnas.